El Mundo/Papel 20/12/2015 – Opinión. Por Susanna Griso. Seguro que se han dado cuenta de que, gracias a los centros comerciales, es exactamente igual, hoy en día, comprar en Cornellà, Getafe o en Oporto. Hace años, cada barrio de cada ciudad tenía su propia identidad comercial.
La forma de exponer el género, la calidad de éste, el lenguaje de los vendedores, las estrategias de venta y los precios variaban sólo con cruzar una calle o cambiar de pueblo. Si querías un queso determinado, tenías que atravesar tu ciudad e irte a esa quesería donde ibas a encontrarlo.
Comprarlo y degustarlo era todo un acontecimiento. La persona encargada de venderte ese queso era un especialista. Alguien que sabía exactamente lo que estaba vendiendo, y a quien podías preguntar qué ingredientes, condimentos y elaboración tenía ese producto.
Y él, o ella, estaba orgulloso de desvelarte hasta el nombre de las vacas. No quiero sonar a esas abuelas que después de hacer una exposición de cómo eran las cosas en el pasado, te sueltan «hoy ya nada es igual».
Pero, efectivamente, hoy ya nada es igual. Los centros comerciales son la antesala de comprarlo todo por internet. Es exactamente lo mismo que consultar un catálogo desde casa y darle al clic desde tu sofá. Comprar así es tan estimulante como una biela de camión.
Los centros comerciales nos han traído una especie que ha ido carcomiendo hasta la defunción al comercio tradicional, han extendido un veneno que ya exterminó para siempre a aquellos vendedores de mi barrio con bata azul y lápiz en la oreja que echaban las cuentas en un pedazo de papel reciclado, el principal depredador de nuestra forma de vida diferenciada. Y esa plaga tiene un nombre: las franquicias.
Las franquicias recrean en todos los rincones del planeta los mismos olores, la misma luz, los mismos ruidos, la misma temperatura, los mismos precios y el mismo irritante hilo musical. ¿De verdad que preferimos las máquinas de su turno a darnos la vez?
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